lunes, 20 de noviembre de 2006

FRANKESTEIN, O EL MITO DE LA EDUCACIÓN COMO FABRICACIÓN.

FRANKESTEIN, O EL MITO DE LA EDUCACIÓN COMO FABRICACIÓN.

La educación necesaria, o por qué jamás se ha visto una abeja demócrata.


Todo hombre llega al mundo totalmente despojado, y por eso todo hombre ha de ser educado. El niño necesita, pues, ser acogido; necesita que haya adultos que le ayuden a estabilizar progresivamente las capacidades mentales que le ayudarán a vivir en el mundo, a adaptarse a las dificultades con que se encuentre y a construir en él mismo, progresivamente, sus propios saberes.

Educar no es sólo desarrollar una inteligencia formal capaz de resolver problemas de gestión de la vida cotidiana o de encararse dificultades de orden matemático. Educar es, también, desarrollar una inteligencia histórica capaz de discernir en qué herencias culturales se está inscrito.

Así como el niño no se ha se ha creado a sí mismo físicamente sin un entorno educativo específico, tampoco puede construirse como miembro de la colectividad humana sin saber de dónde viene, en qué historia ha aterrizado y qué sentido tiene esa historia. No puede participar de la comunidad humana si no ha encontrado en su camino las esperanzas y los temores, los arrebatos y las inquietudes de quienes le han precedido.

Educar es, pues, introducir a un universo cultural, un universo en el que los hombres han conseguido amansar hasta cierto punto la pasión y la muerte, la angustia ante el infinito, el terror ante las propias obras, la terrible necesidad y la inmensa dificultad de vivir juntos.

Somos concebidos biológicamente por los padres, y así nos construye psicológicamente el entorno, nuestra condición social, por su parte, ha de inscribirse en una historia y desarrollarse gracias a la transmisión de una cultura. De ese modo se ve confirmada la enérgica afirmación de Kant (1980, p.34): “El hombre es el único ser susceptible de educación. (…) “El hombre no puede hacerse hombre más que por la educación.Y observemos que no puede recibir esa educación más que de otros hombres que a su vez la hayan recibido.


Pigmalión, o la fortuna pedagógica de una curiosa historia de amor.

El hombre es “hecho” por otros. Quien tenga a su cargo la educación de alguien debe poner en ello toda su energía, ha de multiplicar las solicitaciones, ha de comunicarle los saberes y los saber hacer más elaborados, ha de equipararle cuanto más mejor para que, cuando deba encararse solo al mundo, pueda asumir lo mejor posible las opciones personales, profesionales o políticas que tendrá que tomar.

Suele subrayarse que nadie puede jamás decir de nadie: “No es inteligente, no hará nada”, porque nadie puede jamás saber si se han probado todos los medios y métodos para que haga algo. El “efecto expectativa” subraya hasta qué punto la imagen que podemos formarnos de alguien, y que le damos a conocer, a veces sin darnos cuenta, determina los resultados que se obtienen de él y de su evolución.


Pinocho, o las chistosidades imprevistas de una marioneta impertinente.

Pinocho cuando era un títere tenía problemas para vivir, para “situarse en el yo” como deberíamos decir. Porque “situarse en el yo” no es fácil, en especial si se es un títere, un objeto fabricado por mano del hombre e ideado, precisamente, para ser manipulado.

Pinocho es manipulado sucesivamente por el zorro y el gato, pero estas manipulaciones no tienen demasiada importancia. En el fondo, incluso sólo son posibles porque Pinocho, en cierto modo, está manipulado desde dentro. Es prisionero de él mismo. Está encerrado en un dilema infernal que le induce siempre a prometer y a no cumplir lo prometido, un dilema que le impide, precisamente, “situarse en el yo”: “Dar gusto al otro o dárselo a uno mismo”.

Al final de la historia Pinocho reencuentra por fin a Gepeto, en el vientre de un gran tiburón y Pinocho con dulzura, dice a su padre “Sígueme y no tengas miedo”. Ya no hay una “competición de gustos”. Pinocho ahora, ya no es un títere. No invoca la fatalidad, se atreve a un gesto que procede de otra parte, es decir, que procede, en el fondo, de él mismo…un gesto que no le es dictado por los demás, un gesto que no ha hecho nunca y que no sabe hacer, pero que debe hacer precisamente para aprehender a hacerlo.

Cuando Pinocho se convierte en niño es porque escapa al poder de su educador y a las trampas de su imaginación; un día, en cierto modo, en que la educación adviene.


Del Golem a Robocop, pasando por Julio Verne, H.G. Wells, Fritz Lang y muchos otros, o la extraña persistencia de un proyecto paradójico.

Con Pigmalión y Pinocho se expresa, pues, una misma intención, en los cuales se revela una misma esperanza: acceder al secreto de la fabricación de lo humano.

Algunos ejemplos de estatuas animadas en el mundo antiguo, junto a la de Pigmalión, es la de Golem en la tradición judía. Numerosos textos, desde el siglo XXII, incorporan la figura del Golem; en su mayor parte, explican que el rabino debe empezar por modelar un ser con arcilla roja y luego, para darle vida, grabarle en la frente, en hebreo, la palabra “verdad”, Emet. El ser, entonces, se anima y se convierte en un sirviente dócil capaz de cumplir toda clase de tareas difíciles, en particular las que contribuyan a la supervivencia de la comunidad judía. Para destruirlo, ha de borrar la primera letra grabada en la frente, porque entonces sólo queda la palabra Met, que significa “muerte”, y el Golem se convierte en lo que había sido, un montón de barro.

La verdadera satisfacción del educador sería que aquél a quien ha educado le saludase como hombre libre y lo reconociera como su educador sin ser, con ello, su vasallo. Pero eso es imposible, porque la exigencia de ese reconocimiento constituye una “doble imposición”: “Te obligo a adherirte libremente a lo que te propongo”; y resulta que hay aquí una conminación auténticamente paradójica: o bien uno obliga a otro y renuncia a que el otro sea libre, o bien hay que asumir el riesgo de la libertad del otro y, entonces, no hay ninguna garantía de que se adhiera a nuestras proposiciones.


El pavor del doctor Frankestein, o el descubrimiento tardío de que no siempre hay perdón para quienes “no saben lo que hacen”.

Fabricar un hombre y abandonarlo es correr, efectivamente, el riesgo de hacer de él un “monstruo”. Si la criatura es un “monstruo” es porque ha sido abandonada por su “padre”. Puede descubrir el mundo gracias a sus sentidos; tiene la oportunidad de acceder a la cultura gracias al encuentro milagroso de situaciones que le permitan aprendizajes esenciales. Pero le falta algo aún más esencial: aprende mucho, pero nadie, propiamente hablando, se ocupa de su educación. Ningún mediador la presenta a los hombres y se los presenta.

Un hombre, uno de los nuestros, sin saber lo que hacía, ha desencadenado el proceso. Un hombre que ha cometido el delito imperdonable de confundir “fabricación” y “educación”. Un hombre que creía que podía poner un ser en el mundo sin acompañarlo en el mundo. Un hombre que sella su desgracia y la de su criatura al considerar terminado el trabajo cuando a terminado el “montaje” y construido el cuerpo. Pero un cuerpo humano es muy distinto de un montón de carne: es el sitio de un sujeto que se construye, que se proyecta, y que prolonga, mucho más allá de su fabricación, algo así como un excedente de humanidad.

Frankestein, o la educación entre praxis y poiesis.

La educación no puede ser nunca por entero una poiesis, aunque tenga inevitablemente características de “amaestramiento” que remiten una imagen definida previamente, de conformidad social. Reducir la educación a una poiesis sería tratar al sujeto educado como una “cosa” de la que podría decirse, antes de empezar a educarla, qué debe ser y de qué modo exacto podrá verificarse si se corresponde con lo proyectado.

En la praxis la autonomía de los otros no es una finalidad; es un comienzo; es todo lo que se quiera menos una finalidad, no está terminada, no admite ser definida por un estado o unas características cualesquiera.

Frankestein, es evidente, reduce la educación a una poiesis: para él, la acción termina con la fabricación. Frankestein sabe, sin duda, muy en el fondo, que no es eso, que un sujeto es otra cosa que un ensamblaje de elementos físicos y psíquicos. Pero eso es evidente, le da miedo; le causa pavor porque, si aceptase esa realidad, tendría que reconsiderar sus convicciones fundamentales más íntimas, empezando su relación con los saberes científicos.

A mitad de recorrido: por una verdadera “revolución copernicana” en pedagogía.

La educación sólo puede escapar a las desviaciones simétricas de la abstención pedagógica y de la fabricación del niño si se centra en la relación del sujeto con el mundo. Su tarea es movilizar todo lo necesario para que el sujeto entre en el mundo y se sostenga en él, se apropie de los interrogantes que han constituido la cultura humana, incorpore los saberes elaborados por los hombres en respuesta a esas interrogantes…y los subvierta con respuestas propias, con la esperanza de que la historia tartajee un poco menos y rechace con algo más de decisión todo lo que perjudica al hombre. Ésa es la finalidad de la empresa educativa: que aquel que llega al mundo sea acompañado al mundo y entre en conocimiento del mundo, que sea introducido en ese conocimiento por quienes lo han precedido…que sea introducido y no moldeado, ayudado y no fabricado, que pueda “ser obra de sí mismo”.

“Nos ha nacido un niño”, o por qué la paternidad no es una causalidad.

Hay que aceptar que el nacimiento de un hijo no es una simple prolongación del yo; que ese nacimiento es portador de una esperanza de comienzo radical, de la posibilidad de una invención que renueve por completo nuestros horizontes.

La primera exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en renunciar a convertir la relación de filiación en una relación de causalidad o de posesión. No se trata de fabricar un ser que satisfaga nuestro gusto por el poder o nuestro narcisismo, sino de acoger a aquél que llega como un sujeto que está inscrito en una historia pero que, al mismo tiempo, representa la promesa de una superación radical de esa historia.

“Un ser se nos resiste”, o de la necesidad de distinguir entre la fabricación de un objeto y la formación de una persona.
La segunda exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en reconocer a aquél que llega como una persona que no puedo moldear a mi gusto. Es inevitable y saludable que alguien se resiste a aquél que le quiere “fabricar”. Es ineluctable que la obstinación del educador en someterle a su poder suscite fenómenos de rechazo que sólo pueden llevar a la exclusión o al enfrentamiento. Educar es negarse a entrar en esa lógica.

“Toda enseñanza es una quimera”, o cómo escapar a la ilusión mágica de la transmisión.

La tercera exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en aceptar que la transmisión de saberes y conocimientos no se realiza nunca de modo mecánico y no puede concebirse en forma de una duplicación de idénticos como la que va implícita en muchas formas de enseñanza. Supone una reconstrucción, por parte del sujeto, de saberes y conocimientos que ha de inscribir en su proyecto y de lo que ha de percibir en qué contribuyen a su desarrollo.

“Sólo el sujeto puede decidir aprender”, o la admisión del no poder del educador.
Pero aunque a veces quizá haya que renunciar a enseñar, no hay que renunciar a nunca a “hacer aprender”. Hay el peligro, al descubrir la dificultad de transmitir saberes de modo mecánico, de caer en el despecho y el abandono (Meirieu, 1991). Eso sería tomar la decisión de mantener deliberadamente a alguien fuera del círculo de lo humano; sería condenarle, por otra vía, a la violencia. Por eso es tan grave alegar la dificultad de “enseñar” a determinados alumnos para justificar una renuncia educativa a su respecto. Por eso hay que intentar escapar al dilema de la exclusión o el enfrentamiento, y, a nuestro entender, el único modo de conseguirlo es admitir de una vez por todas que nadie puede tomar por otro la decisión de aprender. Porque aprender es difícil: Platón, Aristóteles, San agustín, ya lo habían señalado…Es, incluso, una operación que puede parecer imposible, porque aprender es “hacer algo que no se sabe hacer para aprender a hacerlo”. Debemos renunciar, pues, a ocupar el puesto del otro; debemos aceptar que el aprendizaje deriva de una decisión que sólo el otro puede tomar y que, por cuanto que es, realmente, una decisión, es totalmente imprevisible. La instrucción es obligatoria, pero no tenemos poder sobre la decisión de aprender. Ésta no es producto de ninguna “causa” mecánica, no se deduce de ningún modo de ser hipotético, no puede pronosticarse a partir de ningún análisis a priori. La decisión de aprender cada cual la adopta solo, por razones que, sin embargo, no son las propias de quien la adopta. Se adopta, por el contrario, para desprenderse de lo que se es, para deshacerse de lo que dicen y saben de uno, para diferir de lo que esperan y prevén. Porque siempre hay una multitud de personajes, alrededor y dentro mismo de nosotros, que saben mejor que nosotros lo que podemos y debemos aprender. Aprender es atreverse a subvertir nuestro verdadero modo de ser; es un acto de rebeldía contra todos los fatalismos y todos los aprisionamientos, es la afirmación de una libertad que permite a un ser desbordarse a sí mismo. Aprender, en el fondo, es hacerse obra de uno mismo.

La cuarta exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en constatar, sin amargura ni quejas, que nadie puede ponerse en el lugar del otro y que todo aprendizaje supone una decisión personal irreductible del que aprende.

De una “pedagogía de las causas” a una “pedagogía de las condiciones”
Si se reconoce el carácter irreductible de la decisión de aprender, si se acepta que los aprendizajes son aquello por medio de lo cual un sujeto se construye, se supera, modifica o contradice las expectativas de los demás respecto a él, es imperativo que la educación escape al mito de la fabricación. Es más: si se considera que los aprendizajes son aquello por medio de lo cual un ser reposesiona de los interrogantes fundacionales de la cultura para acceder a las respuestas elaboradas por sus predecesores y atreverse a dar las suyas, la educación ha de concebirse como el movimiento por el cual los hombres permiten a sus hijos vivir en el mundo y decidir su suerte en él. Es un movimiento, un acompañar, un acto nunca acabado que consiste en hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para ocuparlo. Se trata de inscribir las proposiciones culturales que le permiten crecer en una dinámica en la que pueda convertirse en sujeto. Se trata de hacer que los saberes surjan como respuestas a preguntas verdaderas. A veces se han confundido, en ese ámbito, el “sentido” y la “utilidad”. La tarea es instalar un espacio donde aprender y, en él, proponer objetos a los que el niño pueda aplicar su deseo de saber.

La quinta exigencia consiste en no confundir el no – poder del educador en lo que hace a la decisión de aprender y el poder que sí tiene sobre las condiciones que posibilitan esa decisión. La pedagogía no puede desencadenar aprendizajes mecánicos, pero si crear espacios en los que el sujeto se atreva a un “hacer algo que no se sabe hacer para aprender a hacerlo”.

Hacia la conquista de “la autonomía”.
La definición del ámbito de la autonomía remite a la especificidad de la institución en la que se está y de las competencias particulares de los educadores que trabajan en ella. L a escuela por su parte, ha de tener por objetivo la autonomía de los alumnos en la gestión de los métodos y los medios, del tiempo, del espacio y los recursos, de las interacciones sociales en la clase considerada como colectividad de aprendedores, de la construcción progresiva del yo en el mundo. Para el desarrollo de la autonomía hay que disponer de medios específicos, de un sistema de ayuda y guía que se irá aligerando progresivamente.

La sexta exigencia consiste en inscribir en el seno de toda actividad educativa la cuestión de la autonomía del sujeto. La autonomía se adquiere en el curso de toda la educación, cada vez que una persona se apropia de un saber, lo hace suyo, lo reutiliza por su cuenta y lo reinvierte en otra parte. S e le ofrecen medios para que se desarrolle y acompañar al otro hacia aquello que nos supera y, también, le supera.

Sobre el sujeto en educación, o por qué la pedagogía es castigada siempre, en el seno de las ciencias humanas, por atreverse a afirmar el carácter no científico de la obra educativa.
Se debe señalar que la investigación pedagógica, aunque se desarrolle institucionalmente en departamentos universitarios de ciencias de la educación, aunque muestra un máximo interés en informarse sobre las condiciones óptimas que puedan facilitar el acto educativo, aunque deba prestar atención a todo lo que las ciencias humanas le aporten a través de sus distintas putas de lectura, no puede atenerse plenamente al paradigma de la prueba y la predecibilidad. La finalidad de la investigación pedagógica es, en realidad, generar discursos que ayuden a los prácticos a acceder a la comprensión de su práctica; e intenta hacer eso mediante una retórica específica que intenta, al mismo tiempo, ayudarles a percibir qué está en juego en lo que hacen, permitirles comprender lo que ocurre ante sus ojos y respaldar su inventiva ante las situaciones con que se encaran.

La séptima exigencia es asumir la insostenible ligereza de la pedagogía. Dado que en ella el hombre admite su no-poder sobre el otro, dado que todo encuentro educativo es irreductiblemente singular, dado que el pedagogo no actúa más que sobre las condiciones que permiten a aquél al que educa actuar por sí mismo. L pedagogía es proyecto, está sostenida por una verticalidad irreductible frente a todos los saberes de quienes observan, controlan y verifican. Es una esperanza activa del hombre que viene.

La pedagogía contra Frankenstein, o las paradojas de una acción sin objeto:”hacer para que el otro haga”

“Hacerlo todo sin hacer nada” (J. J. Rousseau)

Se enfrenta a las representaciones implícitas o explícitas del niño como cera blanda en la que el educador sólo ha de imprimir una huella ( he ahí, por lo demás, el origen etimológico del verbo “enseñar” ;poner un sello; refuta la idea de que el alumno no sea más que una placa fotográfica y baste con impresionarla mediante una buena exposición, elaborarla por medio de un trabajo personal bien llevado, y, por último, contemplarla, para comprobar si es de calidad, el día del ejercicio o del examen.
Rousseau sabe muy bien que es el respeto no quiere decir en absoluto abstención pedagógica, y menos todavía abandono del niño a sus caprichos. Comprendió muy bien que, mientras el niño no está educado, no puede elegir sus fines de aprendizaje ni decidir qué es importante para él.
“Hacerlo todo sin hacer nada” no significa, pues, en ningún caso, renunciar a fijar objetivos de aprendizaje ni a intervenir en la educación de los niños. Significa, por el contrario, ejercer plenamente la autoridad de educador, sin actuar directamente sobre la voluntad del niño (hacerlo ssería entrar con ñel en una prueba de fuerzas de la que no hay garantía de salir ileso), sino utilizando mediaciones: situaciones en que se pone a quien educamos y que le permiten convertirse progresivamente en “alguien que se educa”.

“Hacer con” o sobre la toma en consideración del sujeto concreto en la pedagogía diferenciada.
Hoy sabemos sin ninguna duda, que no hay dos alumnos que aprendan del mismo modo. Se sabe que hay sujetos que necesitan manipular durante largo tiempo antes de acceder a la abstracción y construyen lentamente conceptos mediante observaciones sucesivas, mientras que otros prefieren enfrentarse a esos conceptos de modo más directo y no aplicarlos después. Se sabe que hay personas que memorizan mejor las imágenes auditivas, mientras que otras captan con más facilidad esquemas que puedan representarse mentalmente (La Granderie, 1980). Cuando sólo hay un método, un único medio de acceso al saber, “sólo los mejor adaptados sobreviven” y tienen éxito.
La pedagogía diferenciada invita, al enseñante a preguntarse por la pertinencia de cada uno de sus métodos en función de las su¡ituaciones concretas que se le presentan, de los alumnos que se le sean confiados, de los aprendizajes que persiga. Es ante todo un modo de dar clase sin dar el curso, o, al menos, no dándole curso siempre; una manera de hacer que los alumnos trabajen y se pongan al servicio de su trabajo; de crear condiciones óptimas para que ellos mismos, con sus caudales y sus limitaciones, progresen lo más eficazmente posible. “Hacer con” el alumno concreto, tal como lo encontramos, fruto de una historia intelectual, psicológica y social, una historia que no puede abolirse por decreto. La pedagogía diferenciada es la aventura de los posible, el descubrimiento de nuevas vías de exploración, el rebote permanente de una capacidad ya adquirida hacia una nueva competencia y de esa competencia hacia otras capacidades. Se facilita que el alumno adquiera nuevos saberes con el apoyo de estrategias de aprendizaje ya estabilizadas, y se de la posibilidad de adquirir nuevas estrategias apoyándose en esos saberes.

“Hacer que se haga aquí para aprender a hacer en otras partes”, o la cuestión esencial del “traspaso de conocimientos”.
Preocuparse por la transferencia durante el aprendizaje es, ante todo restituir los saberes como respuestas a preguntas que se han hecho los hombres; como saberes movilizables por parte del que aprende para responder a preguntas que él mismo se hace o se hará. Exige una preocupación constante por tender puentes entre lo aprendido en clase y la realidad psicológica, social, técnica y cultural en la que vive el niño.

“Hacer como si…”, o la educación como esfuerzo incansable para atribuir a un sujeto sus actos.
En el fondo, nadie sabe de veras cuándo ni cómo un niño se hace de veras responsable de sus actos. En realidad, nadie sabe tampoco, de veras, si un adulto hay que endosarle la responsabilidad de todo lo que hace; porque siempre se puede (lo hacemos a diario) reconstruir a posteriori una cadena causal y hacer que el menor de nuestros actos parezca consecuencia de una serie de influencias y determinaciones en las que no hay demasiado espacio para la voluntad de un sujeto ni para la expresión de una hipotética libertad. Comprender al otro no es lo mismo que desresponsabilizarlo. Es reconocer las influencias que recibe, las determinaciones que lo atenazan, ser capaz de verbalizar todo eso y proporcionarle los medios de tomar distancias respecto a lo que vive.

“Hacer construir la ley”, o la necesidad de los rituales.
La convicción moral, por muy arraigada que esté en el culto de la cultura clásica, no puede, en ningún caso, reemplazar la construcción de la ley y la determinación ética. Y éste fenómeno lo observamos muy bien en la cotidianeidad de nuestras clases, cuando vemos que tales alumnos, por lo demás sensibles a la suerte de los pueblos desheredados, no pueden resistirse al impulso inmediato de humillar a un compañero o aun enseñante, o de soltar, como si se les escapase, un insulto, un puñetazo, o de hacer en arrebatos de furia en lo que el cara a cara se convierte en cuerpo a cuerpo y se desata una lucha con el adversario hasta la muerte simbólica de los dos antagonistas.
Unas cuantas reglas caracterizan a los rituales pedagógicos que permiten a los sujetos obrar, desprenderse del imaginario y descubrir el poder liberador de la ley:
La integración en la vida escolar: sitio y tiempo inscrito en una institución concreta que tiene por objeto lograr los aprendizajes y el desarrollo de las personas que allí se acogen. Una de las paradojas es que abordan en los consejos cuestiones absolutamente secundarias y sin relación directa con la organización de loa aprendizajes.
La regularidad: Los adultos se desacreditan cuando, incapaces de cumplir su palabra, piden a los niños que cumplan la suya.
La previsibilidad: los alumnos han de saber cuándo tendrán lugar los consejos y estar seguros de poder contar con ese tiempo y espacio.
La preparación: un consejo no se improvisa, ha de preparse minuciosamente, debe tener un orden acerca de lo temas a tratar.
El educador no abandona al otro a sus impulsos para luego reprocharle que lo haya hecho; construye un marco en el que el otro pueda ir descubriendo reglas básicas de la socializad que le permitan obrar por sí mismo, permitiendo que los demás hagan lo mismo y viendo el carácter profundamente solidario de esos procesos.

“Hacer compartir la cultura”, o la modestia de lo universal.
El maestro no enseña lo que piensa sino lo que sabe, lo que ha recibido de otros maestros que, a su vez, lo habían recibido de sus maestros. Los alumnos no van, pues, a la escuela para averiguar qué piensa el maestro, sino para saber quiénes son ellos mismos, qué los ha constituido, que herencias pueden reclamar, qué pueden traicionar o subvertir. La cultura, por supuesto, no garantiza la comprensión; el tenerla no significa que, gracias a ella, yo sea capaz de ir hacia el otro y entenderle; de escapar de mi soledad ayudándole a que escape de la suya. Pero me permite acceder a lo que me vincula a él.

Enseñar es tratar de comunicar lo más grande y lo más hermoso que los hombres han elaborado pero también es, por definición, tratar de comunicarlo a todos. Es por eso que no debo someter al otro a mi saber, sino que he de someterle a mi saber.

La pedagogía es praxis. Es decir: ha de trabajar sin cesar sobre las condiciones de desarrollo de las personas y, al mismo tiempo, ha de limitar su propio poder para dejar que el otro ocupe su puesto. No debe resignarse jamás en el ámbito de las condiciones, pero no por eso ha de dejar de aplicarse obstinadamente al de las causas.